Ya os he comentado alguna vez mi fascinación por la obra de Javier Marías y, muy especialmente, por su trilogía Tu rostro mañana, en cuya tercera parte habito ahora: es una sensación reconfortante, como si fuera un cobertor en el que me acurruco, un cobijo de palabras y reflexiones que me entonan el espíritu -y un placer que he estado aplazando a propósito, pues las dos primeras partes las he leído dos veces cada una-.
Pues bien, uno de los aspectos que más gusta Marías de analizar es lo que él llama el horror narrativo, el miedo que puede tener cualquiera a que su historia personal -como si se tratara de una novela- se tuerza en un momento dado y ya sea solo recordada por un final o una deriva poco noble y no adecuada al conjunto. En concreto hay un cantante imaginario en el libro, Dick Dearlove, aquejado sobremanera de ese miedo que nos afecta a casi todos. También se habla de Jayne Mansfield, la actriz pechugona de final atroz -con la cabeza rodando en una carretera- o John F. Kennedy como ejemplos de personas notorias cuyo desenlace se impuso a todo lo demás -yo, a otro nivel, pienso en nuestra actriz Luisa Sala, ya no se habla de ella pero seguro que algunos la recordaréis, hizo mucha televisión: y tuvo la mala fortuna de morir atragantada por un hueso de pollo-.
La confianza, la traición, son quizá los ejes en torno a los cuales gira sobre todo Tu rostro mañana. Porque una modalidad de este horror narrativo es el pararte a pensar cómo será la faz de tu amigo, de tu amante, en un mañana en el que no está en absoluto asegurado ni su amor ni su lealtad a nosotros: hay miles de ejemplos en torno a ello, si nos paramos a pensar en esas luchas encarnizadas entre parejas que antaño se adoraron o creyeron hacerlo. Y trasladado eso al plano Dick Dearlove, es decir, al de los artistas, quién te garantiza que tu ídolo no vaya a hacer o a representar en un futuro justo lo que a ti te reviente más, habida cuenta de que no son solo ellos los que van cambiando, sino nosotros.
El síndrome de Dick Dearlove
Esta noche volvía Miguel Bosé al Palacio de los Deportes de Madrid, en la presentación capitalina de su gira Papitwo. Tiempo atrás yo hubiera estado nervioso esperando que llegara el magno momento de su aparición en escena. Ahora, ni me he molestado en adquirir un boleto. Tuve bastante el otro día con la lectura de su última entrevista para El País Semanal, donde realizó un despliegue de soberbia tal que me dejó anonadado. ¿Qué queda del cantante al que tanto quise, del que debutó en televisión en mis últimos años de colegio, del que siempre sonreía, del que irradiaba modernidad, de mi héroe a seguir, del inquieto, inconformista y a pesar de todo humilde artista?
¿Tanto daño le hizo el bulo sobre su supuesto sida en los años 90? ¿Se debe a eso su arrogancia, su desprecio monumental a tantos periodistas? Porque cabría recordarle que en general la profesión se ha portado siempre maravillosamente con él, pocos personajes tan respetados y admirados y reflejados en las últimas décadas españolas. ¿Por qué se cree ahora tan trascendente, ahora precisamente que no hace sino vivir de las rentas? ¿A qué viene tanto rencor, si debería estar agradecido, al público, a la prensa, a la vida, a su familia?
Curiosamente, el nivel de exigencia musical de sus producciones comenzó a retroceder con aquel desafortunado Sereno (2001), coincidiendo con el momento de eclosión absoluta del movimiento LGBT en España. O acaso es que perdió el norte, condicionado por las circunstancias. Poco antes, había tenido la oportunidad de hablar de una vez sin tapujos para la portada del número cero de la revista Zero, ocasión que por supuesto no aprovechó como después harían otros, y en la que volvió a sus en su momento atrevidos pero ya gastados y cansinos argumentos de ambigüedades -y pensar que en 1978 tuvo el coraje de decir para la Super Pop que le daba igual que le llamaran homosexual, nunca ningún cantante español había dicho eso hasta entonces-.
Pero veinte años después, ¿cómo iba a seguir estando en vanguardia de nada, en un momento en que tantos seguidores gays suyos daban la cara, la venían dando ya durante años, en la familia, en el trabajo, en todos los órdenes, mientras él seguía jugando a la gallinita ciega? A pesar del arrollador éxito de Papito -que no fue sino nostalgia, algo de lo que él siempre había huido- Bosé nunca volvió a recuperar el pulso musical -y lo que es peor, su propio pulso narrativo, la imagen que proyectaba de avance y desenfado-, y se dio además sonoros trastazos -esa Velvetina grandilocuente-, si bien Cardio fue un más que digno intento, pero que le llegó ya con el tempo cambiado.
Y es que la cara, y la música, son el espejo del alma.
Y hoy que Bosé vuelve a actuar en Madrid recuerdo mohíno esas tantísimas otras veces que he acudido a verle infatuado, y compruebo que de eso solo queda el recuerdo, porque ni curiosidad he tenido aún de escuchar este Papitwo, a pesar de que soy -lo sabéis- un fan de lo más leal con mis ídolos. Pero tanta soberbia y empecinamiento me han hecho, finalmente, desistir.
Ya he visto tu rostro mañana, Miguel, y no lo he reconocido.
Pues bien, uno de los aspectos que más gusta Marías de analizar es lo que él llama el horror narrativo, el miedo que puede tener cualquiera a que su historia personal -como si se tratara de una novela- se tuerza en un momento dado y ya sea solo recordada por un final o una deriva poco noble y no adecuada al conjunto. En concreto hay un cantante imaginario en el libro, Dick Dearlove, aquejado sobremanera de ese miedo que nos afecta a casi todos. También se habla de Jayne Mansfield, la actriz pechugona de final atroz -con la cabeza rodando en una carretera- o John F. Kennedy como ejemplos de personas notorias cuyo desenlace se impuso a todo lo demás -yo, a otro nivel, pienso en nuestra actriz Luisa Sala, ya no se habla de ella pero seguro que algunos la recordaréis, hizo mucha televisión: y tuvo la mala fortuna de morir atragantada por un hueso de pollo-.
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Luisa Sala |
La confianza, la traición, son quizá los ejes en torno a los cuales gira sobre todo Tu rostro mañana. Porque una modalidad de este horror narrativo es el pararte a pensar cómo será la faz de tu amigo, de tu amante, en un mañana en el que no está en absoluto asegurado ni su amor ni su lealtad a nosotros: hay miles de ejemplos en torno a ello, si nos paramos a pensar en esas luchas encarnizadas entre parejas que antaño se adoraron o creyeron hacerlo. Y trasladado eso al plano Dick Dearlove, es decir, al de los artistas, quién te garantiza que tu ídolo no vaya a hacer o a representar en un futuro justo lo que a ti te reviente más, habida cuenta de que no son solo ellos los que van cambiando, sino nosotros.
El síndrome de Dick Dearlove
Esta noche volvía Miguel Bosé al Palacio de los Deportes de Madrid, en la presentación capitalina de su gira Papitwo. Tiempo atrás yo hubiera estado nervioso esperando que llegara el magno momento de su aparición en escena. Ahora, ni me he molestado en adquirir un boleto. Tuve bastante el otro día con la lectura de su última entrevista para El País Semanal, donde realizó un despliegue de soberbia tal que me dejó anonadado. ¿Qué queda del cantante al que tanto quise, del que debutó en televisión en mis últimos años de colegio, del que siempre sonreía, del que irradiaba modernidad, de mi héroe a seguir, del inquieto, inconformista y a pesar de todo humilde artista?
¿Tanto daño le hizo el bulo sobre su supuesto sida en los años 90? ¿Se debe a eso su arrogancia, su desprecio monumental a tantos periodistas? Porque cabría recordarle que en general la profesión se ha portado siempre maravillosamente con él, pocos personajes tan respetados y admirados y reflejados en las últimas décadas españolas. ¿Por qué se cree ahora tan trascendente, ahora precisamente que no hace sino vivir de las rentas? ¿A qué viene tanto rencor, si debería estar agradecido, al público, a la prensa, a la vida, a su familia?
Curiosamente, el nivel de exigencia musical de sus producciones comenzó a retroceder con aquel desafortunado Sereno (2001), coincidiendo con el momento de eclosión absoluta del movimiento LGBT en España. O acaso es que perdió el norte, condicionado por las circunstancias. Poco antes, había tenido la oportunidad de hablar de una vez sin tapujos para la portada del número cero de la revista Zero, ocasión que por supuesto no aprovechó como después harían otros, y en la que volvió a sus en su momento atrevidos pero ya gastados y cansinos argumentos de ambigüedades -y pensar que en 1978 tuvo el coraje de decir para la Super Pop que le daba igual que le llamaran homosexual, nunca ningún cantante español había dicho eso hasta entonces-.
Pero veinte años después, ¿cómo iba a seguir estando en vanguardia de nada, en un momento en que tantos seguidores gays suyos daban la cara, la venían dando ya durante años, en la familia, en el trabajo, en todos los órdenes, mientras él seguía jugando a la gallinita ciega? A pesar del arrollador éxito de Papito -que no fue sino nostalgia, algo de lo que él siempre había huido- Bosé nunca volvió a recuperar el pulso musical -y lo que es peor, su propio pulso narrativo, la imagen que proyectaba de avance y desenfado-, y se dio además sonoros trastazos -esa Velvetina grandilocuente-, si bien Cardio fue un más que digno intento, pero que le llegó ya con el tempo cambiado.
Y es que la cara, y la música, son el espejo del alma.
Y hoy que Bosé vuelve a actuar en Madrid recuerdo mohíno esas tantísimas otras veces que he acudido a verle infatuado, y compruebo que de eso solo queda el recuerdo, porque ni curiosidad he tenido aún de escuchar este Papitwo, a pesar de que soy -lo sabéis- un fan de lo más leal con mis ídolos. Pero tanta soberbia y empecinamiento me han hecho, finalmente, desistir.
Ya he visto tu rostro mañana, Miguel, y no lo he reconocido.