Al llegar al hotel me apresuré a salir para ver el mar, que
se olía desde la habitación. Afuera encontré un paseo que circundaba una
pendiente con espesa arboleda, tras la que relucía, al fondo, una alegre y
alargada playa. En lugares estratégicos había situados unos bancos
amarillos, para contemplar desde lo alto
a la gente, las olas, las embarcaciones que se agrupaban para celebrar pronto
las fiestas de mediados de agosto. Ideal. No sé cuánto anduve enfrascado en mi
Montaña mágica, acompañado de los
chillidos agudos de bandadas de gaviotas; sí recuerdo que, en un momento dado,
una chica rubia se sentó a mi lado, lo que me fastidió un poco, tan a gusto
estaba en mi mirador.
La cosa pintaba fea, algo podía haber de equívoco en esa toma
de contacto por parte de una mujer pizpireta y también lectora -¡y de Borges!-
hacia un extranjero solitario. Por eso, mientras nos embalábamos en los
preliminares de lo que parecía podía ser una amistad incipiente, iba calculando
mentalmente si debía seguirle la corriente o aducir por el contrario alguna
excusa que me parapetara, para perderme rápido en las profundidades del hotel.
Pero soy un enamorado de los encuentros fortuitos, y me hubiera parecido
descortés salirme por la tangente, así que me lancé a la aventura, aun sospechando
que en un momento dado tendría que recoger amarras y soltar la aclaración de mi
homosexualidad, que me da tanta pereza. Conque quedamos al cabo de un rato para
dar un paseo de tarde noche por la larga playa.
¡Qué maravillosa panorámica! La
brisa nocturna me hacía sentir en dulce armonía, encajado en ese recodo
pintoresco de la Europa del Este donde había ido a parar, el cielo en declive
allá arriba y un susurro manso de retirada en la playa, el olor a brea y a
desperdicios esparcidos, la promesa romántica de las rocas y promontorios al
fondo. La facilidad con que entre nosotros brotaba la risa me recordó a las
amistades pimpantes de la adolescencia, cuando en un momento descubres que
compartes todo, y que no hay motivo para no seguir avanzando. Y Luisa, bella en
la noche creciente, no tardó en hablarme de su marido, que regresaba de la mar
en unas pocas horas, tras recalar en Málaga y en Estambul. Sí, estaba segura de
que íbamos a congeniar los tres. Mientras me proponía que al día siguiente su
esposo nos llevara a Mamaia –el
summer resort de la zona- me acordé con un escalofrío de la película
El placer de los extraños... para después seguirme meciendo en la hospitalidad cantarina de mi nueva amiga, que ya recitaba triunfante distintos títulos de Almodóvar.
4 comentarios:
Me atraen mas esas calles en obras que el mar fíjate si estaré enfermo.
Me encanta tu forma de relatar el encuentro con la señora rumana aunque me dejas un poco preocpado. No se si acabará en un trio o en un crimen pasional.
Cuídate.
Eso de que la señora lea a Borges me desconcierta, verdaderamente. Lo demás es bonito, romántico, entrañable.
yo quiero saber el final de la historia. no nos dejes así, con las ganas. sobre todo si Luisa se parecía a Helen Mirren, y su marido -el marinero- como el Ruppert Everett de su mejor época.
me gusta que me hayas hecho recordar esa película que la tenía por ahí casi olvidada. y con música de Angelo Badalamenti.
UNO: Pues no os voy a contar el final, jaja...
DEME: Con esas lecturas tenía que pasar algo raro...
SENSES: La película es siniestramente bella. El final de la historia lo cuento en persona...
Un abrazo grande a todos
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