
Hace doce años acompañé a mi novio a un viaje de trabajo.
Se trataba de elaborar un reportaje sobre los sucesos que estaban aconteciendo en una iglesia de París, Saint-Bernard de la Chapelle, que en aquellos días de verano llamaron la atención en todo el mundo.
Un grupo numeroso de familias de
sans papiers -la mayoría de ellos subsaharianos, como se dice ahora- llevaban semanas encerrados en esa iglesia para evitar su repatriación. Se trataba de personas que llevaban tiempo viviendo y trabajando -cuando pudieran, me imagino- en Francia, cuyos hijos estaban escolarizados.. pero el Gobierno galo de entonces -como el de ahora- precisaba de medidas
ejemplarizantes de mano dura, y la situación de todas ellas era irregular en tanto no se les habían concedido los papeles que formalizaran lo que de hecho era su realidad: eran personas adaptadas al país, que vivían y trabajaban allí.

Francia siempre ha tenido el don de escenificar situaciones simbólicas, y aquel mediático encierro dio lugar a toda una serie de medidas de presión similares en distintos países, entre ellos España.
Pero ninguno de ellos tuvo la repercusión que éste, entre otras cosas por el apasionado apoyo que prestaron a los
sans papiers un grupo numeroso de artistas e intelectuales franceses, encabezados por la bella y talentosa Emmanuelle Béart, que compartió encierro en Saint Bernard.
Una vez más, la opinión pública francesa -y de alguna manera, toda la europea occidental- se dividía en dos, dando lugar a enconados debates en los medios de comunicación.
Fui varias veces a Saint Bernard, aunque no llegamos a encerrarnos por la noche por distintas circunstancias -yo es lo que hubiera querido-; si bien mi nivel de francés era entonces nulo -algo que, ejem, ya he subsanado- era fácil entablar contacto y conversación con todas estas personas que descansaban en corros en la iglesia.
Todo el exterior estaba lleno de activistas y de figuras que debían ser bien conocidas a juzgar por la expectación que se palpaba -pero no, no llegué a ver a Emmanuelle Béart-.
UNA K ROJA
Desde el primer momento me llamaron la atención las niñas y los niños que, inconscientes, parecían vivir una especie de fiesta, tal era la alegría que se reflejaba en sus rostros. Me sentaba con ellos a mirar lo que hacían. La comunicación era sencilla, clara, limpia.

Recuerdo que uno de ellos, un negrito lindo de ojos muy grandes y expresivos, de unos cuatro o cinco años, un torbellino que tenía el don de acaparar continuamente la atención, dio por sentado nada más verme que yo iba a compartir su tiempo libre ayudándole con una serie incompleta de grandes letras rojas con la que formaba palabras.
Alguien había traído ese juego didáctico, que en ese momento eran todas las pertenencias del niño en el mundo.
Cuando tuve que marcharme, mi negrito no quiso que me fuera de vacío. Y por eso me ofreció generoso una de las grandes letras con las que habíamos configurado palabras, una K de color rojo -que por supuesto todavía conservo, porque yo no soy tan desprendido como él y siento la necesidad de atesorar aquello que quiero o representa algo importante para mí-.
A la mañana siguiente vimos consternados desde la televisión del hotel que nada más amanecer la policía había
derribado de manera brutal la puerta de la iglesia y desalojado a todos los inquilinos, que fueron trasladados a la fuerza a sus países de origen.
La manifestación de solidaridad con los
sans papiers recorrió el Bois de Vincennes -un espacio verde impresionante, un bosque con todas las de la ley- y es una de las más emotivas y numerosas a las que yo haya acudido nunca -y he ido a unas cuantas-.
En Francia hay -o había entonces- un movimiento inmenso y bien articulado de apoyo a las personas inmigrantes. El lema, repetido incesantemente, era
Nous sommes tous les enfants immigrés, premier, deuxième, troisième génération..
La marcha fue también disuelta sin contemplaciones, y con una violencia que a mí me pareció extrema.

((Hoy ha comenzado en Rivas Vaciamadrid el
III Foro Social Mundial de las Migraciones, al que deseo todo el éxito; su lema es
Nuestras voces, nuestros derechos. Por un mundo sin muros.
El ser humano es migrante. Españolas son todas las personas que viven, trabajan, aman, ríen y sufren aquí. La inmigración ha generado, en España, bienestar. Y nos ha enriquecido social y culturalmente. Los derechos humanos son indivisibles, y no se pueden fraccionar: son igual para todos. Y los derechos laborales y las prestaciones sociales han de ser las mismas para todas las personas.))
-Las fotos son de Saint Bernard en agosto de 1996, la primera de Reuter, la última de Georges Grospiron-.